Caminaba sin darme cuenta que el
frio ya penetraba mis pies. Caminé sin darme cuenta que lo hacia por encima de
cualquier cosa. Caminé descalzo sobre las latas mojadas, caminé lento mientras sospeché
de la nada. ¿Era de día o de noche?, ni aquello me detuve a pensar, no sé, tal vez
mi serenidad era absoluta, ¿necesitaba saberlo? Parece que no, porque todo
estaba claro ante mis ojos, sin brillo pero existía nitidez, sin luces pero en
definidos contrastes y sombras muy bien delineadas; con trazos pero sin gruesas
pinceladas de arte nocturno en el bastidor de la madrugada entrante.
Mi mirada fija como lanzas de
indio; mis pasos seguros como la primer roca de este mundo; mi pensamiento dócil
como el que va resignado a morir; mi cuerpo liviano como el pasar de los siglos
que no vendrán, mi vida solitaria como el animal en el que estoy convertido.
Desperté creyendo ser lo que no
era, mis manos anchas y desproporcionadas me acariciaron los ojos vidriosos
enrojecidos, y a mi cuerpo aplanado traté de alzarlo ayudándome con mis brazos
colgados sobre estos hombros levantados. Sostuve mi cabeza con la fragilidad
que se sostiene una mentira descartada, caminé con pasos descalzos sin
equilibrio, en dos tiempos, precoces, mirando verticalmente de abajo arriba sin
detenerme en el vacio material.
Desperté pero seguí esperando,
volver a ser el animal aquel que deseaba ser.
Soñé nuevamente con la agonía más
dulce, el momento placido, la razón suprema.
Desperté de nuevo y deje en la
cama el gato que soñé ser.
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