Cuando llegué, la primera
advertencia fue una sentencia - no hable de vírgenes por estos lugares
amigo-. Un día antes, sentado en plena
discusión con migo mismo, habían pasado ya cuatro horas desde que me preparé a
esperar el bus. No comprendí las palabras de mi ayudante cuando me dijo que a
las diez de la mañana salíamos, su lenguaje ametrallador me dio a entender que
la hora de partida sería a las seis de la mañana. El peso de los constantes
días de trabajo me golpeaba la espalda, ¡cuánto quise haber escuchado bien!, o
simplemente pedirle me repitiera para descansar un rato más en el hospedaje que
encontré a dos cuadras de donde esperaba el bus. La noche fue corta, no puedo
negar que aquella cama en la que dormí me dio una tranquilidad que ya
extrañaba.
El clima de Santa Ana es muy agradable, era un ambiente que merecía
tributo, yo no sentía ni calor ni frio, el agua fresca y serena de la mañana me
ayudó a despertar de aquella tranquilidad efímera, salir y buscar viaje. Mi
falta de comprensión me tenía enjaulado en una silla de panadería esperando el
arranque inicial del bus intermunicipal. Ya dentro de aquella máquina rugiendo,
los momentos de angustia se disipaban, podía relajarme y concentrarme en una
posición cómoda para este viaje, programado desde que el director regional del
Instituto donde me ocupaba sintió que las cosas no marchaban bien en varios
pueblos vecinos.
El gran bloque de metal y ruedas por fin arrancó, con piruetas
extraordinarias pretendía salir victorioso de aquellas calles apretujadas;
mordiendo los extremos de las esquinas y acariciando el tejado de las casas,
espantando a burros y perros, los que pasaban cargando y los que pasaban
ladrando, arrinconando contra la pared al campesino de a pie y al señor de paño
y café; levantando hombros y llevando las nuevas cosas que llegaban de la
capital hacia aquellos pueblos de la montaña creo, Andina.
Las calles principales nos
mantenían inertes sobre la silla, pero en par de minutos la quietud del viaje
se sacó la paciencia del bolsillo y nos puso a saltar de vez en vez. La
carretera hacia San Carlino y El Convento no podían estar peor, semejantes a un
camino de herradura adornado de matorrales a las orillas, nos abríamos paso
como si el diablo nos persiguiera, hasta que, por fin gracias, un llano camino
nos entregó nuevamente los asientos que habíamos perdido en el ajetreo entre
zanjas, piedras y llantas.
Era de noche cuando se estacionó
el bus frente al parque del pueblo para descargar equipajes y productos plásticos
domésticos y uno que otro aparato eléctrico o electrónico. Mi ayudante ya tenía
listo el lugar donde me iba a hospedar esa noche en San Carlino donde precisamente,
entendería el porqué de aquella advertencia inicial cuando esperaba en Santa
Ana el bus que me trajo a este infierno.
La imagen fue tomada de http://www.flickr.com/photos/neloceballos/2869304374/in/photostream/
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