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jueves, 16 de mayo de 2013

La virgen desnuda. (parte I )

Cuando llegué, la primera advertencia fue una sentencia - no hable de vírgenes por estos lugares amigo-.  Un día antes, sentado en plena discusión con migo mismo, habían pasado ya cuatro horas desde que me preparé a esperar el bus. No comprendí las palabras de mi ayudante cuando me dijo que a las diez de la mañana salíamos, su lenguaje ametrallador me dio a entender que la hora de partida sería a las seis de la mañana. El peso de los constantes días de trabajo me golpeaba la espalda, ¡cuánto quise haber escuchado bien!, o simplemente pedirle me repitiera para descansar un rato más en el hospedaje que encontré a dos cuadras de donde esperaba el bus. La noche fue corta, no puedo negar que aquella cama en la que dormí me dio una tranquilidad que ya extrañaba.

El clima de Santa Ana es muy agradable, era un ambiente que merecía tributo, yo no sentía ni calor ni frio, el agua fresca y serena de la mañana me ayudó a despertar de aquella tranquilidad efímera, salir y buscar viaje. Mi falta de comprensión me tenía enjaulado en una silla de panadería esperando el arranque inicial del bus intermunicipal. Ya dentro de aquella máquina rugiendo, los momentos de angustia se disipaban, podía relajarme y concentrarme en una posición cómoda para este viaje, programado desde que el director regional del Instituto donde me ocupaba sintió que las cosas no marchaban bien en varios pueblos vecinos. 

El gran bloque de metal y ruedas por fin arrancó, con piruetas extraordinarias pretendía salir victorioso de aquellas calles apretujadas; mordiendo los extremos de las esquinas y acariciando el tejado de las casas, espantando a  burros y perros,  los que pasaban cargando y los que pasaban ladrando, arrinconando contra la pared al campesino de a pie y al señor de paño y café; levantando hombros y llevando las nuevas cosas que llegaban de la capital hacia aquellos pueblos de la montaña creo, Andina.

Las calles principales nos mantenían inertes sobre la silla, pero en par de minutos la quietud del viaje se sacó la paciencia del bolsillo y nos puso a saltar de vez en vez. La carretera hacia San Carlino y El Convento no podían estar peor, semejantes a un camino de herradura adornado de matorrales a las orillas, nos abríamos paso como si el diablo nos persiguiera, hasta que, por fin gracias, un llano camino nos entregó nuevamente los asientos que habíamos perdido en el ajetreo entre zanjas, piedras y llantas.
Era de noche cuando se estacionó el bus frente al parque del pueblo para descargar equipajes y productos plásticos domésticos y uno que otro aparato eléctrico o electrónico. Mi ayudante ya tenía listo el lugar donde me iba a hospedar esa noche en San Carlino donde precisamente, entendería el porqué de aquella advertencia inicial cuando esperaba en Santa Ana el bus que me trajo a este infierno.

La imagen fue tomada de http://www.flickr.com/photos/neloceballos/2869304374/in/photostream/

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