
La oscuridad simbólica que acompañaba mi atragantado sueño, parecía nunca acabar con el pasar de los sonidos incesantes, que iban dejando huella mientras se disipaba la compleja paranoia de este insignificante viajero apresurado. Sin pensarlo, esa luz lejana que me entretuvo en los últimos momentos de muerte irreal, fue realmente el nacimiento de un sol opaco y tímido, que no pretendía mostrarse como el rey del universo, si no un elemento más de esta creación infinita. Sentí el final del viaje, eso creí cuando todo se tranquilizó agresivamente, y fue cuando me descargue sobre una lugar frío y gris, inmenso e imponente. Aquello era una selva profunda, de donde se levantaban hacia el cielo piedras afiladas milimétricamente, hechas creo muy posible, por dioses inimaginables y seres encantados por las nubes que buscaban encontrar la forma de tocarlas y vivir en ellas, en su placentera elucubración fuera de toda criatura que se arrastrara por la tierra dura, firme, plana, de ese mundo que apenas yo descubría.
No había terminado de
impresionarme por aquellos rascacielos primitivos, bellos, rústicos,
hechizantes y con formas indescifrables y ya sentí el cruel aviso de la brisa empujándome
hacia atrás para darle paso a unos gigantes infortunados diría, que pasaban
dejando una estela negra repugnante devorando el camino sin fin. Por fortuna, semejante monstruo no devoró mi
inocente presencia como lo hacía cada vez que descansaba en sus nidos a miles
de criaturas que no podía ver ni fijarme que eran. Aquel espectáculo que veía a
lo lejos, me confundía, no lo comprendía y a la vez en una mezcla de temor e impaciencia
camine hacia aquellas infortunadas
cuevas magnicidas. Los gigantes gusanos
rojos llegaban ininterrumpidamente, devorando criaturas sin rostro; ciegas, apuradas,
llenas de ilusiones, sin ellas, inmóviles entre el tumulto, movilizadas por instinto
y sin razón visible ante mis ojos encarnados.
Caminé y caminé a las orillas del
camino hecho por el trajinar de los gigantes gusanos rojos, encontré pedazos de tierra ordenada, era una ilusión de geometría absoluta que escalonaba mi visión
en la horizontalidad de la inmensidad extraviada, en un mundo en pleno frenesí
sin límites pero atiborrado de tantas cosas en plena existencia desordenada.
Un refugio seguro acabó aquella travesía
que pensé no tendría fin, un socavón perfecto para aliviar mis impresionadas sensaciones,
un momento de paz estrecho que me dejaría pensar y reflexionar sobre cada una
de las razones por las que me encontraba en aquel dichoso lugar, en aquella
selva rustica, pero igualmente bella que me dejaba tan perplejo que, entre
tanta criatura extraña, un gato y un par de perros fueron los únicos humanos que logré reconocer.
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