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viernes, 10 de mayo de 2013

El hogar de los gusanos rojos.


Apresurado entre arbustos llenos de energía queriendo aplazar el  momento,  me vi envuelto en un viaje sin destino, agazapado con la intención de permitirme estar sin estar, una nube blanca me atrapo en un sueño extraño y confuso. Mi lucidez solo aparecía en fugaces momentos de impotencia, mientras veía correr frente a mis ojos luces incandescentes a la velocidad de quien escapa a la desgracia. Pero en el letargo de mi agonía presentía que al final el sinsentido que experimentaba no me reservaba desdicha alguna, tal vez sería una oportunidad de esas raras para encontrar lugares nunca vistos y de mejor paradero.

La oscuridad simbólica que acompañaba mi atragantado sueño, parecía nunca acabar con el pasar de los sonidos incesantes, que iban dejando huella mientras se disipaba la compleja paranoia de este insignificante viajero apresurado.  Sin pensarlo, esa luz lejana que me entretuvo en los últimos momentos de muerte irreal, fue realmente el nacimiento de un sol opaco y tímido, que no pretendía mostrarse como el rey del universo, si no un elemento más de esta creación infinita.  Sentí el final del viaje, eso creí cuando todo se tranquilizó agresivamente, y fue cuando me descargue sobre una lugar frío y gris, inmenso e imponente. Aquello era una selva profunda, de donde se levantaban hacia el cielo piedras afiladas milimétricamente, hechas creo muy posible,  por dioses inimaginables y seres encantados por las nubes que buscaban encontrar la forma de tocarlas y vivir en ellas, en su placentera elucubración   fuera de toda criatura que se arrastrara por la tierra dura, firme, plana, de ese mundo  que apenas yo descubría.   

No había terminado de impresionarme por aquellos rascacielos primitivos, bellos, rústicos, hechizantes y con formas indescifrables y ya sentí el cruel aviso de la brisa empujándome hacia atrás para darle paso a unos gigantes infortunados diría, que pasaban dejando una estela negra repugnante devorando el camino sin fin. Por  fortuna, semejante monstruo no devoró mi inocente presencia como lo hacía cada vez que descansaba en sus nidos a miles de criaturas que no podía ver ni fijarme que eran. Aquel espectáculo que veía a lo lejos, me confundía, no lo comprendía y a la vez en una mezcla de temor e impaciencia  camine hacia aquellas infortunadas cuevas magnicidas.  Los gigantes gusanos rojos llegaban ininterrumpidamente, devorando criaturas sin rostro; ciegas, apuradas, llenas de ilusiones, sin ellas, inmóviles entre el tumulto, movilizadas por instinto y sin razón visible ante mis ojos encarnados.  

Caminé y caminé a las orillas del camino hecho por el trajinar de los gigantes gusanos rojos, encontré  pedazos de tierra ordenada, era una ilusión  de geometría absoluta que escalonaba mi visión en la horizontalidad de la inmensidad extraviada, en un mundo en pleno frenesí sin límites pero atiborrado de tantas cosas en plena existencia desordenada.

Un refugio seguro acabó aquella travesía que pensé no tendría fin, un socavón perfecto para aliviar mis impresionadas sensaciones, un momento de paz estrecho que me dejaría pensar y reflexionar sobre cada una de las razones por las que me encontraba en aquel dichoso lugar, en aquella selva rustica, pero igualmente bella que me dejaba tan perplejo que, entre tanta criatura extraña, un gato y un par de perros fueron  los únicos humanos que logré reconocer.  



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