Viajaba, no en las comodidades de un bus moderno o en el sillón de un auto, ni mucho menos rosando el cielo en avión. Viajé, entre caminos de montañas repletas de follaje verde, algunas grises, unas muy altas y otras a medio filo, sin nada más que ofrecer que cuestas empedradas, sucias, bastas, que no dejan sino mal sabor en la andada. Caminos cortos y largos, estrechos y arrugados, olvidados y muy usados son la ironía del viajero, que los recorre afanoso pero lo frena la insensatez de los trayectos, que mientras más se aleje, peor su paso.